Grecia, una piedra tenía grabados unos extraños signos. Era una
ser humano pueda emprender, la de conocerse a sí mismo. Este libro es
interior. Poco a poco se irá desvelando el secreto de cómo las personas
mundo. Son estos ojos los que tantas veces hacen que nos enfoquemos
en las culpas del pasado y no en las posibilidades del futuro.
es, sino sacar a flote nuestro verdadero ser. Es en este nuevo espacio
serenidad, ilusión y confianza a nuestras vidas. Está
paulatinamente nos lleven a transformar nuestra forma de mirar.
tierra con nuevos ojos». Son nuestros nuevos ojos los que nos van a
hasta ahora nos había parecido imposible.
«No es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente,
sino la que responde mejor al cambio.»
CHARLES DARWIN
Una de las cosas más difíciles de hacer es mantener una mente abierta a la hora
de explorar algunos conceptos que desafían nuestra forma habitual de pensar.
Todos sabemos que lo que nuestro cerebro es capaz de percibir es sólo una
pequeña parcela de lo que la realidad encierra. Sin embargo, en el momento de
actuar, tendemos a hacerlo como si lo que nosotros viéramos fuese lo único que
existiera. Cuántas veces, por ejemplo, el ojo verdaderamente entrenado no es el
que de un vistazo distingue formas y colores, sino el que descubre lo que las
personas sienten y no dicen. Hay facetas de la realidad que, si alcanzáramos a
verlas, nos revelarían muchas cosas que añadirían años a nuestras vidas y calidad
de vida a nuestros años. Es lógico que nos preguntemos el porqué de esta extraña
situación que nos lleva a permanecer ciegos frente a aquellas oportunidades que
la vida, sin saberlo nosotros, nos ofrece.
Sólo comprendiendo un poco mejor la interacción entre cerebro y mente,
podremos dar una explicación a por qué el cerebro no funciona con el nivel de
eficiencia que esperaríamos de él. Es frecuente escuchar que sólo utilizamos el
10% de nuestro cerebro. Esto no tiene ninguna base científica, y aun así, de
alguna manera, todos sabemos, aunque sea a nivel intuitivo, que tenemos
recursos, fortalezas y talentos dentro de nosotros que están todavía por descubrir.
El cerebro es un órgano tan complejo que, a pesar de suponer sólo el 2% del
peso corporal, consume el 25% del riego sanguíneo. Procesos tales como el
análisis, el aprendizaje o el pensamiento creativo precisan de una gran energía
que llega en forma de glucosa y oxígeno a través de la sangre. La misión más
importante del cerebro es la de ayudarnos a sobrevivir.
Hace más de dos millones de años, el Homo habilis sobrevivió, mientras que
sus primos, los parantropos, no lo lograron. La razón no fue otra que el hecho de
que el primero desarrolló un cerebro mayor y más eficiente.
La tarea de sobrevivir tiene mucho que ver con la capacidad de resolver
problemas, tomar decisiones, afrontar obstáculos y aprender de los errores.
Nuestra capacidad de observación y análisis, combinada con las facultades de la
inteligencia, la memoria, la imaginación y la creatividad, constituye el substrato
que necesitamos para hacer frente con eficiencia a los desafíos que la vida nos
presenta. Sin embargo, todas estas facultades y capacidades son de muy poca
utilidad si frente a los retos nos llenamos de ansiedad o angustia. Nos guste
aceptarlo o no, una persona bloqueada emocionalmente está anulada
intelectualmente.
Las emociones que sentimos y que tienen tanta importancia a la hora de
resolver problemas no surgen de la nada, sino que tienen una fuente de
procedencia muy clara y específica. Conocer los orígenes de dichas emociones
es muy importante si queremos gestionarlas de forma adecuada. Esto tiene
especial relevancia cuando nos encontramos en situaciones muy difíciles, donde
estamos sometidos a mucha presión y en las que nuestras decisiones pueden
tener importantes consecuencias.
Cuando emociones tales como el miedo o la desesperanza se apoderan de
nosotros, se produce un auténtico «secuestro cerebral», y no importa lo
inteligentes que seamos; nuestra inteligencia no brillará por ninguna parte. Lo
que hace insoluble la mayor parte de los problemas no es la dificultad del
problema, sino nuestra sensación de pequeñez en el momento de hacerle frente.
Por eso, la verdadera capacidad para resolver problemas de una manera creativa
pasa por lograr que, cuando nos aproximemos a dichos problemas, nuestro
cerebro tenga el grado de equilibrio que es necesario tener para que funcione de
manera óptima y encuentre una alternativa de solución eficiente.
De la metalurgia hemos adoptado la palabra resiliencia, que no es sino la
resistencia que ofrece un metal para ser deformado. También hemos adoptado de
esta misma ciencia la palabra elasticidad, que es la capacidad de ese metal para
volver a su forma original cuando la fuerza que lo deformó ha desaparecido. El
acero, por ejemplo, ofrece una gran resiliencia porque cuesta mucho deformarlo
y a la vez tiene una gran elasticidad para volver a su forma inicial una vez que la
fuerza que actuaba sobre él ha desaparecido.
Hay personas que tienen una extraordinaria capacidad de aguante ante la
adversidad y que difícilmente pierden su serenidad. Suelen también ser estas
mismas personas las que antes se recuperan después de pasar un episodio
doloroso en sus vidas.
De la medicina hemos adoptado la palabra homeostasis, que es el conjunto
de mecanismos que mantienen ciertos parámetros del organismo en unas cifras
constantes. Nos interesa conocer cómo desarrollar en nosotros esa resiliencia y
esa elasticidad. Nos interesa saber cómo desarrollar mecanismos para mantener
nuestra homeostasis, nuestro estado de equilibrio cuando las circunstancias en
las que nos encontremos sean difíciles e incluso adversas.
Para lograr semejante competencia, es preciso que nos adentremos en los
complejos resortes de la mente humana a fin de descubrir cómo gestionarla de la
manera más adecuada posible.
Aunque no me gusta mucho la analogía entre cerebro y ordenador, sí que nos
podría ser muy útil a la hora de comprender ciertas cosas que tienden a ser un
poco escurridizas. Nuestro cerebro se asemejaría parcialmente a un
complejísimo ordenador capaz de hacer los cálculos más sorprendentes y
encontrar las soluciones más innovadoras. Sin embargo, al igual que el
ordenador funciona de acuerdo con un programa, un software, nuestro cerebro
responde también a un software que estaría situado en el plano de la mente.
Un ordenador magnífico con un software mediocre genera resultados
mediocres. Un cerebro excepcional con un software mental limitante sólo
producirá procesos limitados.
El software mental se fabrica fundamentalmente a través de experiencias.
Esas experiencias se convierten en los puntos de referencia que deciden la
manera en la que el cerebro ha de operar en el futuro. Imaginémonos, por
ejemplo, que alguien hubiera tenido una serie de experiencias muy negativas
teniendo como jefe a una persona del sexo opuesto. El resultado sería que si a
esa persona le asignan en su nuevo trabajo a un jefe también del sexo opuesto,
probablemente empezará a experimentar un conjunto de emociones muy poco
agradables. Entre ellas podríamos tal vez citar la frustración, el resentimiento o
incluso la ira. Posiblemente, el rendimiento de esa persona empezaría a ser
pobre, teniendo muchos despistes y cometiendo múltiples errores. Éste sería un
caso claro de un cerebro perfectamente capaz, vuelto incapaz por un software
experiencial que continuamente le está limitando.
Algo similar podría ocurrir con un niño que haya experimentado mucho
sufrimiento a la hora de aprender algo nuevo. Sometido a la necesidad de un
nuevo aprendizaje, el niño será incapaz de mantener la atención, de comprender
y de memorizar.
Parte de las experiencias que hemos acumulado a lo largo de nuestras vidas
son esenciales para la supervivencia y, por lo tanto, están muy bien donde están.
Sin embargo, otras experiencias son, como hemos visto, profundamente
limitantes, e impiden la adaptación ante entornos inciertos y cambiantes. Es
precisamente este tipo de experiencias las que más nos interesa conocer y
comprender, porque, cuando las cambiamos, nuestro cerebro también cambia y
se hace más capaz.
El software, el programa de un ordenador, salvo que contenga tal vez algún
tipo de virus informático, no puede dañar el hardware, es decir, la estructura
física del ordenador. Sin embargo, el software mental, cuando es disfuncional, sí
que puede generar lesiones en la parte física, en el hardware, en el cerebro. Por
eso, si cambiamos un programa mental disfuncional por uno funcional, sí que se
produce un claro impacto en la estructura física del cerebro humano.
Que el cerebro del adulto es maleable ya tiene poca discusión. Hoy sabemos
que, cambiando la forma de pensar, cambiamos los circuitos cerebrales. También
sabemos que las personas ancladas en una mentalidad negativa favorecen la
muerte neuronal, y que aquéllas que han decidido enfocarse en lo positivo
generan nuevas neuronas a partir de células madre cerebrales.
Los seres humanos, cuando cambiamos nuestros programas mentales más
limitantes por otros que lo son menos, modificamos físicamente la estructura de
nuestro propio cerebro. Tal vez por eso D. Santiago Ramón y Cajal, nuestro
primer Premio Nobel de Medicina, en 1906, decía que todo ser humano puede
ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro. Es importante que
entendamos que Cajal no hablaba metafóricamente, sino literalmente. Esto nos
puede llenar de ilusión a todos aquellos que aspiramos a hacer crecer y
evolucionar nuestra inteligencia y nuestra capacidad de aprendizaje, a la vez que
pone en nuestras manos una gran responsabilidad, la de descubrir qué es lo que
necesitamos hacer y entrenar para reinventarnos a nosotros mismos.
La mirada interior
«¿Quién es capaz de hacer que el agua turbia se aclare? Déjala quieta
y poco a poco se volverá clara.»
LAO TZU
Nuestras experiencias, cuando han sido intensas desde el punto de vista
emocional, sobre todo si han tenido lugar durante nuestra niñez, pueden dar
lugar a lo que se denominan «creencias inconscientes». Este tipo de creencias
son en realidad convicciones que tenemos. Se trata de algo que para nosotros es
una auténtica certeza y que, por lo tanto, no admite discusión. No se parecen a
ideas, sino a verdaderos sentimientos. Es muy diferente pensar, por ejemplo, que
no soy capaz de hacer algo, a sentirme incapaz y a saberme incapaz. Cuando
hablamos de estas creencias hablamos de algo muy enraizado en la mente. Me
gustaría resaltar que la mayor parte de las convicciones que nos limitan, lo hacen
sin que nosotros lo sepamos, esto es, actúan por debajo del plano de la
consciencia.
Posiblemente, muchos de nosotros hemos oído hablar del test de cociente
intelectual, que, durante muchos años, se consideró que medía la inteligencia de
una persona. Es curioso que cuando a una serie de jóvenes se les ayudó a
desenmascarar algunas de esas convicciones profundamente limitantes que
tenían sobre quiénes eran y a transformarlas en convicciones más positivas,
consiguieron elevar de forma extraordinaria su cociente intelectual. Esto
significa, ni más ni menos, que algunas de nuestras convicciones pueden limitar
de forma muy importante el despliegue de nuestra inteligencia.
Muchas veces estamos convencidos de que somos de una manera
determinada y nos parece imposible llegar a cambiar. Sin embargo, vuelvo a
repetir que lo que nuestro cerebro es capaz de reconocer y de captar en nosotros
es sólo una pequeña parte de la realidad que somos. Además, conviene saber que
nuestro cerebro, en lo que a percepciones se refiere, puede engañarnos por
completo.
Cuando uno observa un amanecer y todo el movimiento del sol hasta que
éste se oculta, la percepción visual que se tiene es que el sol se ha movido,
mientras que yo estaba quieto. Le costó mucho a Galileo que las mentes de la
época se abrieran a considerar algo que estaba en línea opuesta, no sólo con lo
que pensaban, sino también con lo que veían. Hay una serie de ideas que
tendemos a descartarlas de entrada porque están en contradicción con lo que
nuestros propios sentidos nos muestran. Pondré otro ejemplo para una mayor
claridad. Todos entendemos que la materia está formada por átomos y que, como
nuestro cuerpo es material, pues también está integrado por átomos. Cuando
observamos nuestro cuerpo, lo vemos sólido y, sin embargo, esto es una
percepción que no se sostiene con la realidad.
En una ocasión en la que visité el Museo de la Ciencia en Londres, explicaban algo sorprendente.
La parte que podríamos llamar «sólida» de un átomo es el núcleo, que si recordamos de alguno de
nuestros estudios de física, está rodeado de una corteza que es un espacio fundamentalmente
vacío y por el que se mueven los electrones. Pues bien, para que nos hagamos una idea de lo
hueco que está un átomo, el núcleo tendría el tamaño de un balón de fútbol colocado en medio de
la ciudad de Londres, mientras que la corteza ocuparía el espacio de toda la capital británica,
cuyo diámetro es de alrededor de 50 kilómetros. Si estamos formados por átomos, como lo
estamos, quiere decir que estamos fundamentalmente huecos y, a pesar de ello, nos vemos
sólidos.
También nuestras vísceras cambian de tal manera que muchos de los órganos
que tenemos actualmente no contienen ninguna de las células que teníamos
cuando nacimos. Son células nuevas que han aparecido como consecuencia del
proceso de reproducción celular que sucede de manera continua en el cuerpo.
Va a hacer falta, por parte del lector, una mente muy abierta para adentrarse
en estas páginas, no porque se vayan a hacer revelaciones de fenómenos
extraordinarios, sino porque nos vamos a dar cuenta de que o salimos de nuestra
forma tan limitada de pensar o seremos incapaces de ver las cosas desde esa
perspectiva que nos va a permitir descubrir puertas donde antes sólo veíamos
muros. Necesitamos recuperar la capacidad de sorpresa y asombro de un niño,
para introducirnos en lo que Einstein llamaba «la belleza del misterio».
De igual manera que la realidad de los microorganismos se hizo patente con
la invención de un instrumento de observación que era el microscopio y que la
realidad de las galaxias se ha hecho patente con la utilización del telescopio,
vamos a necesitar un instrumento muy especial para adentrarnos en el mundo
interior y descubrir aquello que, aun existiendo, permanece oculto. Ese
instrumento de observación no es otra cosa que la consciencia.
Me gustaría contarle al lector una historia fascinante que le escuché relatar a
Steven Covey:
Dos pescadores se encontraban en un río en Estados Unidos, pescando con la técnica de la mosca.
En esta técnica que se ha popularizado en muchas películas, el hilo se mueve como un látigo
encima del agua, golpeando ocasionalmente la superficie del agua para dar la impresión de que
un insecto ha caído en ella. Esto hace que las truchas inmediatamente se lancen a la captura.
Lógicamente, para que al pez le dé tiempo a cazar su presa, ha de sentir que está muy cerca de
ella. Por eso, en esta técnica de pesca es de gran importancia que el cebo toque el agua en la
proximidad de los peces.
Uno de los pescadores pescaba muchísimo, mientras que el otro no pescaba nada.
Preguntados sobre la posible explicación a este hecho tan curioso, muchas personas hablaban de
suerte y otras de experiencia. La realidad se aleja mucho de lo que nos parece razonable. El
pescador que pescaba tantos peces utilizaba unas gafas especiales que se llaman «gafas
polarizadas» y que le permitían distinguir la silueta de los peces debajo del agua. A los que no
somos especialmente aficionados a la pesca, no se nos habría pasado ni siquiera por la cabeza que
ésta fuera la explicación, ya que no teníamos ni idea de que hubiera gafas capaces de lograr algo
tan sorprendente.
Nuestra consciencia se asemeja a las gafas polarizadas de la historia. Ella es la
que nos va a ayudar a descubrir qué es lo que hay en nuestro interior, aquello que
no nos deja vivir la vida como nos gustaría vivirla en lo que sí que depende de
nosotros y que es mucho.
La consciencia necesita de la atención. La consciencia sería como el ojo que
ve, y la atención, como la luz que ilumina para que el ojo vea. Sólo cuando
llevamos la atención a nuestro interior es cuando podemos descubrir aquello que
permanecía cubierto y desvelar aquello que estaba velado.